Johan era un chico bastante
tranquilo, casi al punto de ser imperceptible. Hablaba tan poco que
algunas personas tendían a olvidar como era su voz, otros olvidaban
que hablaba siquiera. Nadie sabia lo que le gustaba y lo que no, ya
que nunca hablaba de ello. Comía y bebía lo que le daban, hacia lo
que le pedían, fuera lo que fuese, y nunca se quejaba. Él era
completamente inocuo y fácil de olvidar; no era desagradable, por su
puesto, pero tampoco era muy “solicitado” que digamos.
En ese entonces tenia 19 años y
vivía con sus padres. Tenia la idea de que nada de lo que poseía
era suyo, sino de ellos. Su ropa, zapatos, cama, televisor,
computadora y demás no habían sido comprados por él, así que no
eran de su propiedad, pensaba. Por esa razón los cuidaba con más
atención de la normal en chicos de su edad, y sentía un enorme
pesar cuando estas se arruinaban siquiera un poco; pensaba que estaba
decepcionando a alguien, aunque sus padres no estaban ni pendientes.
De tanto cuidado que tenia, aun conservaba los zapatos que le habían
comprado a los 12 años, e increíblemente todavía le quedaban.
Estudiaba una carrera que no viene al caso nombrarla, pero si se debe
aclarar que la había tomado porque sabia, aun sin que se lo hubieran
dicho, que era lo que sus padres querían que cursara. Hacia trabajos
ocasionales para sus familiares y vecinos, arreglaba una cosa por
aquí, cambiaba algo más por allá, movía esto de acá para allá,
y era recompensado con bebidas frías, postres caseros y unas cuantas
monedas con las cuales comprarse un refresco o algo similar; nunca
pensó en ahorrarlas pues era tan misero lo que le daban que no valía
la pena.
Un día, sin embargo, realizo un
trabajo particular para la señora de la casa 54, al fondo del
urbanismo donde vivía. Su antena se había caído producto de una
tormenta; como vivía sola y era especialmente molesta para varios
vecinos, no había nadie más que le auxiliara. Johan fue a ayudar en
ese momento ya que no tenia más nada que hacer, y su madre, la
presidenta del condominio, se lo había pedido después de haber sido
bombardeada por llamadas y mensajes de la señora por más de 3 días.
No fue la gran cosa, era solo levantar la antena, ajustarla en su
lugar debido y ya todo se había solucionado. La señora grito de
alegría cuando la señal volvió a su televisor. Cuando Johan estaba
por retirarse, satisfecho, la señora lo retuvo en la puerta y le
entregó una paca de billetes. “La gente buena merece una buena
recompensa”, dijo la anciana mientras dejaba el dinero en las manos
del joven y se retiraba al interior de su casa. Johan se quedo viendo
el dinero estupefacto, solo había visto cantidades similares en
manos de su padre cuando pagaba las reparaciones del auto. De camino
a su casa se sentía más ligero, como si estuviera levitando o a
punto de salir volando. Cuando llegó a casa y le mostró el dinero a
su madre esta inmediatamente se lo pidió para pagar las cuentas y
comprar comida, lo cual hizo que Johan se desplomase de golpe a la
realidad. Pero entonces su padre intervino: “Dejale al chico tener
su dinero, se lo ha ganado”, dijo. Johan miro a su madre,
expectante, y esta simplemente acepto de mala gana el dejarle con el
efectivo.
Aquella noche el joven durmió
abrazado al dinero, soñando en miles de maravillas en las cuales
poder gastarlo.
Un par de días más tarde fue que
Johan pudo salir a comprar algo, ya que sus padres tenían una
diligencia que hacer en el centro y podía acompañarlos. Mientras
estos atendían su situación, Johan fue libremente por la ciudad
buscando aquello en lo cual gastar su recompensa. Miró un montón de
tiendas, librerías, zapaterías, restaurantes… el infinito e
inabarcable universo de posibilidades le abrumo a tal punto que tuvo
que sentarse en un banco de una plaza a pensar. Repaso todo lo que
había visto, descartando lo que no entrara dentro de su presupuesto,
y reflexiono. En una librería había visto un manual sobre los temas
de la carrera que cursaba y que seguro le seria de mucha ayuda. Pero
entonces empezó a verse a si mismo, sus zapatos, su ropa y, en
contraste, el dinero en sus manos. Pensó al respecto: su ropa no era
suya, y su carrera no era la que él particularmente quería cursar;
aunque fue él quien decidió tomarla, lo hizo pensando en sus
padres. Pensó un poco más: la idea de comprar el manual no era
propiamente suya, al igual que su idea de cursar lo que sea que
estaba cursando, entonces ¿Por qué seguía tomando decisiones según
la noción de que eso seria lo que sus padres querrían que hiciese?.
No pudo evitar ponerse filosófico y pensar aun más: en verdad ni
siquiera el mismo era de su “propiedad”, pues había sido
producto de la concepción de sus padres, sin embargo aquel dinero
que se había ganado si era la manifestación plena de su voluntad y,
en tal sentido, si era de su propiedad ¿no…?
Sacudió su cabeza, que ya empezaba a
dolerle de tanto pensar bajo el sol de la tarde, y decidió ignorar
también todo aquello que se podría considerar “Algo que sus
padres seguro querrían que tuviese”. Quería algo único y
especial, algo que quisiera con mucho ahínco y que jamas hubiese
tenido en toda su vida. Se levanto del banco de la plaza y volvió a
buscar y rebuscar entre las tiendas del centro.
El sol caía lentamente en el
horizonte cuando al fin pudo dar con aquello que tanto buscaba.
En el escaparate de una tienda de
chucherías para hombres, entre navaja suizas, encendedores a diésel
y brújulas, estaban un par de guantes de gala de cuero negro. Johan
los veía con la cara casi pegada a la vitrina, boquiabierto y con
los ojos luminosos. En verdad era la cosa más absurda que podría
comprar en toda su vida, nada dentro de su guardarropa era apropiado
como para ir con esos guantes, así que ¿Por qué tenerlos?. Pero
aun así, ese par de guantes ejercían sobre él una atracción tan
fuerte y genuina, que cuando se dio cuenta, ya estaba pagando en la
caja de la tienda y esperando a que se los entregasen.
El vendedor había medido las manos
de Johan para determinar si el único par de guantes de cuero que
tenían, los de exhibición, le quedaban. Resulto ser que la talla
era algo más pequeña que la de sus manos, pero Johan no le dio
importancia y los pidió igualmente. Estaba emocionado, intentando no
temblar mientras el hombre traía la pequeña cajita en donde los
guantes iban guardados. Los saco y se los entrego para que se los
probara. Johan introdujo sus manos tímidamente, tratando de sentir
el suave forro del interior. Cuando hubo tenido las manos en cada
guante, se percato de lo apretados que en verdad se sentían, pero
eran suaves y se veían tan bien que eso poco le importaba. Johan vio
sus dos manos, vueltas puños negros como piedras de obsidiana o
carbón, y se sintió de alguna forma realizado, poderoso, como si
estuviera al borde del mundo, visionando un nuevo horizonte de
tierras desconocidas clamando por ser descubiertas y conquistadas.
Cuando volvió con sus padres
llevando sus nuevos guantes puestos, pudo notar con claridad la
expresión de exasperación de su madre y la ligera pero igualmente
presente desilusión de su padre. Se sorprendió al notar lo poco que
le interesaba sus reacciones. A lo mejor, pensó, los guantes le
habían conferido de alguna forma la suficiente confianza como para
no verse aludido por ello. Esto le hizo apreciarlos aun más.
Aquella noche en casa, tras haber
cenado y repasado algunos puntos para la clase del día siguiente,
Johan durmió con los guantes puestos, soñando que estos le daban
alguna especie de habilidad súper humana y que podía vencer a los
más poderosos y crueles villanos del mundo con ellos.
En punto he de destacar algo: Johan
acostumbraba adormir bajo un cobertor extremadamente grueso, pero
cómodo, con el cual se cubría del frio extremo en el que le gustaba
dormir, pues aborrecía el calor. Aquella noche durmió con sus manos
enguantadas fuera del cobertor, y por más de 8 horas estas fueron
bombardeadas con un frio semejante al de una nevera, haciendo que, de
alguna forma, se fueran encogiendo más y más…
Al otro día Johan despertó con sus
manos adoloridas y entumecidas. Se las vio y estas parecían estar
congeladas, con muy poca movilidad. Al intentar moverlas más un muy
intenso dolor le embargó. Pensó entonces en el frio del aire y se
le ocurrió el calentar los guantes para así aliviar la presión.
Fue al baño y, utilizando sus muñecas, pudo a duras penas el abrir
el grifo del agua caliente. Introdujo sus manos en el agua, por un
momento empezó a sentir alivio; pero de pronto el dolor le sobrevino
de tal forma que era insoportable, como si la piel se le estuviese
despegando de las manos. Las quito bruscamente del agua y callo de
espaldas sobre el piso del baño. Sus ojos lagrimeaban por el dolor,
ahora sus manos se sentían mucho peor. Se quedo recostado en el
suelo esperando que el dolor bajara lo suficiente como para
permitirle pararse y seguir con su rutina.
Se hizo la hora del desayuno, la
madre de Johan le llamaba insistentemente mientras se servia su
propio plato. Johan entro al comedor cabizbajo, con los ojos
enrojecidos y vestido de forma lamentable. Le había sido
extremadamente difícil el vestirse con las manos entumecidas y
adoloridas, tomo lo primero que encontró que fuese más fácil de
vestir (Camisas sin botones, pantalones sin cierre); termino
poniéndose un pantalón similar a un mono y una franela ordinaria.
Su padre le vio extrañado, acostumbrado a verle bien vestido y
acomodado, pero no le dio tanta importancia. El desayuno eran Bollos
con queso, el favorito de Johan. Este fue a la despensa a buscar un
tenedor, pero entonces se percato de lo imposible que le seria
sostener uno, o siquiera abrir el cajón donde estaban guardados.
Volteo a ver su comida en el plato, los bollos humeantes cubiertos de
mantequilla derretida y a rebosar de queso blanco rayado… Su
estomago rugió y él se lamentó.
–No vas a comer?– Preguntó su
madre.
–No tengo hambre. Lo… ¿Lo puedo
guardar para después?–respondió Johan con una sonrisa nerviosa.
Su madre se encogió de hombros y
siguió comiendo. Johan hizo el mayor esfuerzo posible por tomar el
plato con sus manos con naturalidad y así guardarlo en el
microondas. El plato estaba caliente, sus manos empezaron a
reaccionar por el calor y el dolor le hizo derramar una lagrima que
trato de disimular, lo ultimo que quería era montar una escena
producto de algo que él mismo había comprado.
En la universidad, Johan caminaba con
mucha más incomodidad. Por laguna razón todo el mundo que le
cruzaba al lado se le quedaba viendo como si fuese un fenómeno. Se
pregunto si era por su ropa, que a pesar de ser bastante lamentable
tampoco era nada del otro mundo. Entonces vio sus manos, con sus
agobiantes y aun así fascinantes guantes negros, que a pesar de todo
el esfuerzo que hacia por ocultarlos (no estaban permitidos dentro
del código de vestimenta de la institución) saltaban a la vista; o
quizá porque los intentaba ocultar estos destacaban más.
Independientemente de la razón, era innegable que la atención de
todo el mundo se había posado sobre él, lo cual le agobiaba aun más
y provocaba que se hiperventilara.
Cuando al fin llegó al salón de
clase y tomo su asiento, después de la primera gran impresión que
dio a sus compañeros, que le miraban de reojo y murmuraban a sus
espaldas, Johan sintió que al fin podía relajarse al menos un poco.
No podía tomar sus cuadernos de su mochila, mucho menos tomar un
lápiz para escribir, sin embargo los profesores no acostumbraban a
pedirles a los estudiantes que tomaran apuntes, y aun si lo hacían,
no eran de los que se percatasen de quien escribía y quien no. El
plan era limitarse a esperar a que las clases terminaran y volver a
casa, donde podría estar más calmado...
Pero comenzó a oír otros murmullos
entre sus compañeros: “¿Es verdad?”, “Si, no va a venir el
Profesor Gonzales”, “¿Vendrá Quevedo entonces? ¡Maldita sea!”.
Todos los alumnos se encontraban en lamentaciones en voz baja, pero
Johan estaba al borde del ataque de pánico. El Profesor Quevedo era
conocido por ser a secas totalmente injusto. Sus alumnos decían que
se deleitaba dando dictados larguísimos y a una velocidad inhumana
para ver como todo el mundo sufría intentando seguírle el paso. No
había en toda la escuela alguien que hubiese visto clases con el y
que no tuviera problemas. Hubo una vez en la que Johan, aun siendo
tan invisible como es, fue notificado por haber “distraído a toda
la clase” mientras intentaba recoger el borrador que se le había
caído; para él fue una situación horrible, nunca había sido
notificado, y moría de la vergüenza mientras estaba sentado frente
al director oyendo como el profesor exageraba la situación, cosa que
Johan no podía rebatir, a falta de coraje. Se sabia que varios
alumnos fueron expulsados por el simple hecho de levantarle la voz,
producto de la frustración, en medio de sus clases. Quevedo tenia a
la directiva en la palma de su mano, pues resultaba que varios de sus
ex alumnos se convirtieron en gente de éxito en su profesión,
aunque era cuestionable la relación entre la influencia del profesor
y ese éxito.
Cuando Quevedo llegó, el salón se
sumergió en un silencio casi imposible. El profesor, después de
dejar sus pertenencias sobre el escritorio y ver a todo el alumnado
como si de convictos se tratasen, tomo un muy gordo libro y empezó a
rebuscar entre las hojas. Todos los alumnos comenzaron a sacar sus
cuadernos y lapices con una rapidez bestial, mientras que Johan solo
podía verlos mientras intentaba no entrar en pánico. Su mente
estaba nublada, no podía pensar en otra cosa más que en sus manos
enguantadas, las cuales ocultaba bajo la mesa. Cuando Quevedo se
detuvo y empezó a dictar, el salón se volvió una sinfónica de
lapices raspando papeles, siendo la voz del Profesor tanto la batuta
como el instrumento principal. En su mente Johan podía vislumbrar la
sonata salvaje que entonaba la orquesta de alumnos desesperados.
Rayones alocados, saltos de linea, maldiciones en voz baja, la
respiración agitada de más de una veintena de almas que,
increíblemente, parecían ir al ritmo de las pulsaciones de las
manos de Johan, las cuales le dolían aun más a cada segundo. Él
agachaba más y más la cabeza, casi encorvándose y tocando la mesa
con la frente. El pánico y la ansiedad habían magnificado sus
sentidos, o al menos tenia esa idea. Le chirreaban los dientes
mientras el dolor se ponía a tono con los sonidos que llegaban a sus
oídos, y le hacían sentirse como si se encontrase en el medio de
una cacofonía infernal, una experiencia sinestésica terrible que
estaba por romperle en mil pedazos.
De pronto, sin previo aviso, el
aquelarre de lapices se detuvo de golpe, y con él las pulsaciones, y
eventualmente el dolor disminuyó. Johan pudo recuperar un poco de su
calma, pero entonces se preguntó el porqué se habían detenido, y
la única respuesta que vino a su mente fueron sus guantes. Aun sin
levantar la cara, podía sentir como unos ojos penetrantes le
quemaban la corona de la cabeza, y con ella otra veintena de pares
más. Oyó unos pasos resonantes que avanzaban lentamente en su
dirección. A cada paso sus manos palpitaban otra vez y volvía el
dolor. Cuando oyó que los pasos estaban justo en frente de él y
sintió una respiración pesada sobre sí, fue que finalmente se
dignó a levantar la mirada. Sus ojos se encontraron con las
penetrantes fosas negras que eran las pupilas del Profesor Quevedo,
quien en realidad no se veía especialmente enojado, pero expedía un
aura iracunda asfixiante.
–Martínez...–Comenzó a hablar,
refiriéndose a Johan.–¿Se puede saber la razón por la cual no se
encuentra tomando nota?
–Yo… yo...–alcanzó a
tartamudear Johan.
–¿Acaso esta en medio de una
actividad que considera mucho más importante que atender a mi
clase?–Interrumpió el Profesor. Sus preguntas siempre eran un
revoltijo de cuestionamientos retóricos y legítimos, y sus alumnos
tenían que averiguar a cuales responder.
Johan bajo la mirada y se mantuvo en
silencio, podía sentir como los ojos de sus compañeros recorrían
todo su cuerpo, como manos toqueteando cada centímetro de su ser y
haciéndole imposible el respirar.
–¿Qué es lo que observa?–Preguntó
Quevedo mientras echaba sus ojos a la misma dirección a la que
miraba Johan. Pudo ver entonces sus manos ocultas bajo la mesa.
De inmediato, y con violenta
brusquedad, el Profesor Quevedo tomó la muñeca derecha de Johan y
la alzo en le aire. Este no pudo evitar soltar un grito, que más
bien se oyó como un gemido lastimero, por el terrible dolor que
acababa de sentir, no solo en su mano, sino en todo el brazo, que por
un momento creyó que se lo dislocarían. Quevedo se quedo observando
los guantes negros, que brillaban de manera enfermiza bajo la luz de
las lamparas incandescentes. Frunció el ceño, algo que ningún
alumno le había visto hacer en toda su carrera. Dirigió su mirada
hacia Johan, quien seguía con la cabeza agachada, y, con una voz
calmada pero severa y rebosante de ira, empezó a decir:
–Martínez… sabe que tenemos un
código de vestimenta. ¿Puede mirarme a la cara, como un hombre, y
responderme por qué razón lleva puesto esto?
Johan no respondió. Quevedo le soltó
la mano, la cual cayó pesadamente sobre la mesa, más dolor.
–Si su plan consiste en no
responderme mientras evita mirarme, como una mariquita, entonces le
exhorto a retirarse de mi clase. ¡Vamos, váyase!
Sin levantar la cara en ningún
momento, Johan tomo su mochila y se dirigió a la salida del salón.
Se sentó en un banco que estaba inmediatamente afuera y esperó a
que las clases terminaran, asediado por la lluvia de miradas de
quienes pasaban frente a él.
Quevedo era injusto y muy delicado,
por lo que cito a Johan a dirección e hizo que le dieran una
suspensión, la primera reprimenda seria en toda la vida estudiantil
de Johan. Cuando sus padres llegaron y encontraron a su hijo en
dirección, como si este fuese en un niño de liceo o de primaria, no
pudieron ocultar su enfado y decepción. A lo largo de todo el viaje
a casa ambos estuvieron discutiendo con Johan su actitud tan infantil
e inmadura por haber traído los malditos guantes puestos. En un
punto Johan simplemente explotó y, ahogado en lagrimas, confesó a
gritos le era imposible el quitárselos. Poco después se
arrepentiría de la confesión, pues esta hizo que sus padres se
detuvieran en medio del camino para que, en 3 intentos cada uno,
trataran de quitarle los guantes al chico, mientras este aullaba de
dolor. Cuando vieron que era más probable sacarle un brazo antes que
quitarle los guantes, se preocuparon en verdad. Fueron inmediatamente
al hospital más cercano, al llegar plantearon la situación a los
doctores y estos se pusieron a trabajar. Esta vez, 4 doctores, 4
intentos cada uno de varias y muy diversas maneras, todas
infructuosas. En cierto punto, producto del extremo dolor, Johan
entró en pánico, lo cual le provoco un ataque de asma severo, uno
como no había tenido en casi 12 años.
Mientras se encontraba recibiendo
tratamiento para el asma, y drogado hasta las cejas por los
anestésicos le habían administrado, Johan pudo ver en el pasillo
frente a la sala de nebulización a sus padres discutiendo con uno de
los doctores.
–Es muy extraño, pareciera que la
piel de sus manos se le adhirió a los guantes por una presión
extrema. Es muy poco probable, pero no hay otra explicación.
–¿Pero como es que…?–La madre
de Johan no podía con su propia angustia, estaba roja y respirando
muy rápidamente.–¡Por Dios! ¡¿Que tienen esos guantes del
demonio?!
–Parecen estar hechos de un
material similar al cuero, resistente pero altamente susceptibles al
cambio de temperatura, lo cual, me imagino, lo hace muy barato.
Algo en la afirmación de “barato”
molestó a Johan. El hecho de que el objeto insignia de su
“individualidad y voluntad” estuviera siendo menospreciado frente
a él le enervaba.
–¡Sabia que esos guantes eran una
completa ridiculez!–Afirmó el padre, colérico.
–¿Lo Sabias?–Replico
inmediatamente la madre.–Si no le hubieras dejado el dinero no los
hubiese comprado ¡Yo si lo sabia! ¡Era obvio que iba a comprar una
tontería!
Ambos padres empezaron a discutir,
sus gritos y quejas llegaban a los oídos de Johan como los ladridos
de dos perros callejeros, molestos y ruidosos. Inmerso en la ebriedad
que le daban los anestésicos y la nebulización, comenzó a
alucinaba. Veía sus manos y estas parecían haber recuperado la
movilidad mágicamente, ya no le dolían y podía sentir de nuevo la
suavidad del forro de los guantes y lucirlos con el descaro que
merecían. Comenzó a reírse en voz baja y de forma letárgica.
–Señores Martínez, por
favor–Exclamó el doctor intentando calmarlos–Estos no son
momentos y ni lugares para este tipo de disputas. El estado de las
manos de su hijo puede ir a peor si no actuamos a tiempo. Con que le
administremos la suficiente anestesia podremos proceder a cortar el
cuero falso de los guantes sin que le provoquemos tanto dolor…
Las palabras del doctor se volvieron
puros balbuceos para Johan tras la palabra “cortar". No lo
entendía, ¿Por qué le cortarían sus magníficos guantes negros,
si ya se encontraba bien?, pensaba. “¿Por qué quieren negarme
algo que en verdad quiero? ¿Con qué derecho?”. Johan se levanto
del sillón donde se encontraba recostado, se arrancó bruscamente la
mascarilla y los viales de anestesia y se fue dando tumbos contra las
paredes en dirección a la salida.
En el hospital estuvieron a punto de
dar la alarma cuando no lo encontraron en la sala de nebulización,
pero desistieron de ello cuando uno de los vigilantes del
aparcamiento dijo haberlo visto entrar en el auto de sus padres. El
señor Martínez había olvidado pasar el seguro debido a las prisas,
por lo que Johan no tuvo inconvenientes en introducirse en el
vehículo y encerrarse. Varios doctores y hombres de seguridad fueron
al lugar para intentar persuadir al joven o bien, en caso de
fracasar, sacarlo a la fuerza. Johan se rehusaba a salir del auto
aludiendo a su supuesta mejoría; movía sus dedos frente a la
ventanilla para mostrar su punto.
–¡Eso es debido a la anestesia,
por eso no sientes el dolor!–decía histérico un doctor–¡Vas a
empeorar tu condición si lo sigues haciendo!
Johan hacia oídos sordos a las
indicaciones y permanecía inerte y de brazos cruzados. Sus padres se
encontraban tras los empleados del hospital, muertos de preocupación
y aturdidos por la situación. Los doctores les suplicaban que
convencieran a Johan de salir, mientras este les recalcaba una y otra
vez que estaba mejor. Ellos no estaban convencidos de la mejoría de
su hijo, pero sus palabras tenían tal convicción, que temieron que
realizara alguna otra locura si no le obedecían. Al final, los
Martínez decidieron hacerle caso, agradecieron a los desconcertados
doctores sus esfuerzos y los despidieron mientras se montaban en el
vehículo.
Ya había anochecido, en el auto
nadie dijo una sola palabra en todo el viaje a casa. En el transcurso
de este, el efecto de la anestesia pasaba y el dolor volvía a Johan
de forma más intensa, pero en ningún momento mostró señas de
sentir algo. Al llegar a casa, el señor Martínez se encamino
directamente a su habitación y se encerró, Johan fue a la cocina,
se sentía famélico; detrás de él le seguía su madre. Ella se
quedo viéndolo desde el umbral de la puerta mientras Johan buscaba
su desayuno en el microondas. Los bollos estaban duros y el queso
apestaba de una forma muy desagradable.
–¿Quieres que te prepare
algo?–preguntó con delicadeza su madre.
–Esta bien–Respondió
escuetamente Johan mientras sacaba el plato del microondas,
sosteniéndolo con sus muñecas.
Puso el plato sobre la masa del
comedor haciendo un pequeño estruendo. Mientras se sentaba, su madre
se acerco y tomo asiento junto a él. Johan quedó por un momento
viendo la comida, pensando como podría comérsela. Entonces vio un
tenedor entraba dentro de su espectro de visión, cortando un pedazo
de un bollo y lo levantándolo hasta su boca.
–Dejame ayudarte–decía la señora
Martínez mientras sostenía el trozo de bollo frente a su hijo.
Johan vio el bocado y luego a su
madre. Se limito a decir, con una gravedad en su voz que le era
ajena:
–No soy un niño.
Su madre no pudo evitar sorprenderse.
Le pareció tan estúpido que dijera eso mientras se comportaba de
una forma tan infantil; y, sin embargo, sentía que era inútil
discutir con él. Sonriendo con tristeza, la señora Martínez dejó
el tenedor sobre el plato y se retiró en silencio.
Viéndose solo en frente a la única
comida que tendría en todo ese día, Johan procedió a acercar su
cara al plato y a comer directamente de él, como lo haría cualquier
animal.
Esa noche el no prendió el aire como
de costumbre, apagó las luces, lanzó el cobertor a un lado y yació
acurrucado como un cachorro en la oscuridad sobre la cama. No podía
dormir, el dolor le mantenía despierto. En las sombras, sus lagrimas
se confundían con el sudor producto del calor. Permanecía viendo
esa silueta perversa y ominosa que eran sus manos, más oscuras que
las propias sombras; tan profundamente oscuras como aquel abismo que
le regresa a uno la mirada, llena de pesar, vergüenza, miedo e ira.
Vislumbrando aquel abismo y a mitad de la madruga fue que se quedo
finalmente dormido.
En sus sueños el se encontraba
dentro de ese abismo. Estaba caminando en un paraje completamente
negro, vació e interminable. Sus manos y sus pies se encontraban
encadenados y él de alguna forma sabia que tanto las cadenas como la
llave que las liberaba eran de su creación, pero las cadenas eran
imposibles de romper e ignoraba donde se encontraba la llave. De
tanto caminar y caminar se topó con un enorme muro oscuro con la
palabra “LIBERTAD” escrita violentamente con pintura blanca,
debajo de la pintura se encontraban dos orificio a la altura de sus
brazos y con el tamaño preciso para meter las manos. Tras meditarlo
un poco, Johan finalmente metió las manos en los agujeros,
inmediatamente después sus cadenas cayeron y más nunca aparecieron.
Johan se sintió aliviado, pero cuando se dispuso a retirar sus
manos, algo del otro lado del muro le jaló con fuerza y comenzó a
desgarrarle de forma violenta. Gritando y pateando, Johan hacia uso
de toda su fuerza para zafarse, pero mientras más jalaba más le
desgarraban los brazos. Llego un punto en que estaba completamente
pegado a la pared, sin posibilidad de moverse. Mientras sentía como
sus brazos eran despedazados, cerro los ojos y dejó que el muro le
consumiera por completo. Por 5 noches seguidas Johan tendría el
mismo sueño, y cada mañana despertaría de la misma forma:
totalmente bañado en sudor y de alguna forma mucho más cansado que
el día anterior.
Los días siguientes al incidente en
la universidad no fueron mejores para el Johan. La suspensión lo
había inhabilitado de ir a la universidad por toda una semana,
aunque de todos no hubiese sido capaz de ir y hacer algo, ya que los
guantes se lo impedían. Debido a
esto se mantuvo en casa como un
ermitaño, encerrado en su cuarto del que solo salia para tomar el
plato de la comida y devolverlo más tarde vació y con él con la
cara completamente sucia. No se tomaba la molestia de bañarse, y
como había desistido de prender su aire acondicionado por completo,
de su habitación salia un olor a rancio que provocaba que sus padres
evitasen el acercarse. Su padre había dejado de hablarle y mirarle
siquiera, ignorándolo como si no existiera. Su madre, en cambio, si
le dirigía la palabra, aunque solo para discutir con el cuando este
mostraba su negativa de recibir ayuda para comer, bañarse o hacer
los deberes pendientes de la universidad; mientras ella levantaba más
y más la voz Johan parecía ausente, como si escuchase una música
en su mente. Los deberes de la universidad
los recibía por medio del chat de la pagina
institucional,
en donde descubrió que tanto sus compañeros de clase como otros
alumnos y los profesores se
referían a él como “El
Tipo
de Los Guantes”,
algunos llegaban a referírsele como “La tipa”, aludiendo a aquel
gemido involuntario de soltó en el salón.
Por esos días también llegaban
varias personas preguntando por él, pidiendo su ayuda para ciertas
tareas.
–¿Ves?–Le decía su madre de
manera triunfante.–El más solicitado del urbanismo, pues.
Johan le miraba sin interés, las
ojeras
por el mal sueño y la mala postura debido al constante estado de
letargo le daban una apariencia miserable y sombría.
–No me quieren a mi–respondía,
con la voz un poco ronca.–No les importa si soy yo u otra persona.
A
lo largo del día sus manos no le dolían,
a menos que intentase
moverlas, las acercara a algo muy frio o a algo muy caliente. No
podía acercarse a la nevera a tomar agua fría
ni
podía cocinar, así que tenia
que esperar a que sus padres volviesen
de sus diligencias para comer, y estas siempre se extendían. Si
permanecía
mucho tiempo bajo el sol el calor le afectaba las manos, así que ni
salia. Por las noches, sin
embargo, era que sentía todo
el dolor mientras tenia esa pesadilla recurrente.
Había
terminado por estar completamente aislado de todo, como si al perder
control de sus manos hubiese perdido control sobre todo lo que le
rodeaba. En ocasiones tenia la idea de que estaba en algún proceso
de descomposición, que de alguna forma estaba muerto en vida y que
su cuerpo estaba en el proceso de desintegrarse por completo,
empezando con sus
manos. Lo peor, pensaba él, era que no había perdido sus manos por
completo, estas estaban allí; de alguna forma poseían la
“posibilidad”
de
moverse, solo que esta estaba fuertemente impedida por los guantes;
era como si fuese un discapacitado a medias, un impedido funcional
que no hacia más que
bulto en la vida de los demás.
Una noche tuvo un sueño diferente al
de los días anteriores. Seguía en ese abismo absoluto, pero ya no
había pared ni cadenas. El se encontraba en el suelo, en posición
fetal; cuando veía hacia sus manos de estas no quedaba nada, de
ambos
antebrazo solo había unos restos sangrantes y ennegrecidos.
Por un tiempo indefinido solo se quedo allí, observando lo que la
“LIBERTAD” le había dejado. Despertó
calmadamente, esta vez un poco más descansado que de costumbre, y se
dio cuenta de algo, sus manos ya
no le dolían,
no las sentía en absoluto.
Cuando las revisó vio
que justo donde
terminaban los guantes una sombra negra y
rojiza se
había extendido, parecía ser
gangrena. Johan se
aterró como nunca antes lo había hecho. Sus manos en verdad estaban
muriendo.
–¡Mamá, papá!–gritó con todas
sus fuerza mientras salia estrepitosamente de su cuarto, pero no hubo
respuesta.
Fue corriendo como un poseso
enloquecido por toda la casa, empujando y pateando las puertas, pero
no había señal alguna de sus padres. Cuando reviso la hora en el
reloj
de la sala
vio que eran cerca de las 12 de la tarde, por lo que concluyo que
estos se habían ido ha hacer sus diligencias ocasionales del
mediodía, y por su puesto, se
habían ido en el auto. Johan estaba desesperado, no sentía en sus
manos ni el más mínimo cosquilleo, le horrorizaba pensar que ya era
demasiado tarde y estas ya estaban más allá de la salvación, así
que se negó con todas sus
fuerzas a aceptarlo.
Él
sabía que el hospital más cercano a su casa estaba aproximadamente
a hora y media caminando; así
que, presa del más horrible
pánico y sin vacilar, se puso
lo primero que encontró de su guardarropa, tomó sus llaves y abrió
la puerta con la boca y salio corriendo como alma que lleva al
diablo.
Corrió por casi 10
cuadras, empujando a quienes se le ponían
en frente y saltando todo lo que le obstruía
el paso. Respiraba a duras penas, sudaba a
mares. El cansancio
y el sudor le
nublaban
la vista gradualmente
hasta hacerle casi imposible distinguir lo que tenia al frente, por
lo que en cierto punto
termino tropezando con todos y todo, cayéndose de bruces varias
veces. Tenia que hacer uso de algún muro cercano para poder volverse
a levantar sin utilizar sus manos. Cada vez que las veía tenia la
impresión de que la gangrena se le estaba extendiendo por el
antebrazo, pero eso lo atribuía a alguna alucinación producto del
cansancio y el inclemente calor de la tarde. Siendo ya las 12, el sol
se encontraba en su cenit, calentando con su luz toda superficie que
alcanzaba, volviéndola tan caliente como un sartén al fuego. En
cada caída Johan sentía como su cara, que se estrellaba contra el
suelo cada vez, se quemaba al punto de creer que en algún momento la
piel se le despegaría. La fatiga ya estaba cobrando factura, más
que correr o siquiera caminar, Johan se encontraba arrastrándose a
si mismo con las pocas fuerzas que le quedaban. Ignoraba
por completo si estaba más cerca del hospital. Sus
pulmones parecían estar silbando y respiraba como si estuviera a
punto de tener un ataque de asma.
Se encontraba atravesando el puente
que dividía la zona urbanística del resto de la ciudad, debajo de
este corría un rió que siempre se mantenía bravo y crecido, con
sus aguas tan negras como una noche nublada. Mientras Johan pasaba el
puente arrastras, vio de reojo
el agua corriendo
violentamente y recordó lo
sediento que estaba;
la furiosa corriente oscura le parecía de lo más deseable en ese
momento. Se acerco al barandal del puente, subiéndose a él para
tener mejor visión del rió. Extendió
su brazo, como queriendo tocar
el agua con sus dedos, quizás esperando que la violenta
vitalidad
del río le
devolviera la vida
a sus gangrenosas
manos. Una lagrima comenzó a correr por su enrojecido
rostro, pero no era de tristeza, sino de esperanza. De alguna forma,
Johan vio algo
conmovedor y bello en la idea de que su vida volviese a la normalidad
si solo fuese
tocado por esa agua llena de vida, como ser bendecido y volver a
nacer, reiniciar. Se inclinó un poco más por encima del barandal
y, al
fin, perdió el equilibrio.
La caída fue de unos 10 metros.
Cuando los Martínez volvieron al
urbanismo, a eso de las 3 de la tarde, se encontraron con la puerta
de la casa completamente
abierta y sin ningún rastro de
su hijo. Los vigilantes les dijeron que lo habían visto salir
corriendo de la casa al medio día, parecía estar totalmente
enajenado. Los Martínez supusieron lo peor y
llamaron a la policía. Los
oficiales fueron tanteando la
zona, preguntando a los transeúntes si habían avistado algún joven
con las características de Johan y utilizando unos guantes negros.
Varios afirmaron haber visto a un loco con guantes negros corriendo y
empujando a todo el mundo, otros afirmaron que vieron a alguien con
esas características saltando del puente. Los Martínez estaban
negados a aceptar la situación, pero no pudieron evitar romper en
llanto al pensar en que su hijo se había suicidado por la
desesperación.
Estaba anocheciendo, las luces
policiales y de las linternas danzaban por toda la costa del río.
Johan se encontraba muy alejado
de ellas, totalmente empapado,
malherido y lleno de moretones, inmóvil. Una voz desconocida dijo su
nombre a lo lejos con un megáfono
y, como atendiendo el llamado, su cuerpo reacciono violentamente,
vomitando toda el agua que había tragado. Se sentía helado y muy
adolorido, su pecho le mataba, apenas podía mover las piernas, la
cabeza le zumbaba. Pudo incorporarse un poco y cerciorarse de que
seguía vivo. No recordaba nada de lo que había sucedido, todo le
había parecido un sueño, o una pesadilla extremadamente violenta.
Trato de hacer un esfuerzo para recordar como había terminado en ese
lugar. Entonces, recordó sus manos…
–¡Por aquí! ¡Encontré a
alguien!–grito un oficial mientras apuntaba su linterna a
Johan.–Pero no tiene guantes puestos…
A la luz de la linterna que le
alumbraba, Johan pudo volver a
ver sus manos. Libres,
pero completamente ennegrecidas y maltratadas. La sombra oscura y
rojiza se extendía
desde la punta de sus dedos hasta un poco más allá de sus muñecas.
Lo que quedaba la piel que les
cubría eran solo parches inconexos desperdigados por allí y por
allá, con bordes rústicos de
apariencia dolorosa.
Johan estaba petrificado, aun no podía sentirlas, pero en general
estaba
demasiado adolorido
en todo el cuerpo como para distinguirlas.
Hizo un esfuerzo, lentamente intento
contraer sus dedos y cerrar sus manos en puños. Seguía sin poder
sentirla pero, ante su mirada perpleja, sus manos le habían
obedecido, se habían cerrado.
–Un momento–dijo el oficial–,
Creo que si puedo verle los guantes…
El oficial no estaba equivocado, las
manos de Johan estaba tan negras como lo estuvieron alguna vez los
guantes. De alguna forma, aun después de haberse ido, estos
permanecían en sus manos como un estigma, un recuerdo corpóreo y,
quizá, permanente de que alguna vez estuvieron allí.
–¿Johan,
eres tú?–preguntó al fin el oficial.–¿Te
encuentras bien?
Johan apartó
la mirada de sus manos, tan negras como
piedras de obsidiana o carbón, y
la dirigió al luz de la linterna, mostrando
una expresión que no era de tristeza, ni de felicidad.
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