Mi abuela paterna murió hace unos años, quizá nunca vaya a olvidar los días previos a su partida.
Salimos a Puerto la Cruz como infinidad de veces antes, pero sabiendo que lo que nos esperaba a la otra punta no seria agradable.
No recuerdo los detalles de la condición de Dionisia, mi abuela. Llevaba días internada, y empeoraba. En realidad íbamos para esperar a que falleciera finalmente, aunque lo no sabíamos, o lo negábamos…
Todos mis tíos y tías estaban presentes. Mi madre, aun con cierta historia de conflicto con mis tías, también fue. El área de emergencias era un pequeño y aislado microcosmos estéril y frio; la puerta que le separaba del mundo real era un portal que impedía el paso a toda sonrisa. Las mujeres gimoteaban, los hombres reprimían el llanto.
Llegamos y al momento me dijeron para ver a mi abuela. Acepté, más por compromiso que por querer. Pasé otro portal a un mundo helado, paralizado en el tiempo, oscuro y ominoso. Mi abuela estaba a unas 3 camas a la izquierda de la puerta. Caminé lentamente, al llegar volteé la mirada a mi diestra y…
Dios… Se dice que la muerte esta en los cementerios, discrepo. Los cementerios que he visto tenían flores, pastos reverdecidos y arboles que daban sombra. Cualquier cementerio tenía más vida que el semblante de aquella pobre mujer.
Con la piel como una sabana sobre su esqueleto, las intravenosas entrando y saliendo de ella como si ya no fuera humana. Su boca abierta y casi sin respirar. 3 kilos de sabanas protegían sus huesos del frio. Sentí miedo de respirar cerca suyo y que se desvaneciese como ceniza. Notó mi presencia, hizo unos sonidos que interpreté como castellano, preguntó por mi madre y otras cosas. Cuando ya no pude soportar más, me retiré. Creo que más nunca volví a entrar después de eso.
Cuando al anochecer el doctor se presentó reportando la situación de la convaleciente, el ambiente se torno extraño. Nuestros ánimos danzaban sobre un hilo tenso a punto de romperse. El Doctor habló sobre otra cirugía, pero sin dar muchas esperanzas. Permaneció estoico y neutral, como lo haría cualquiera que conoce los caprichos de Dios. La Familia empezó a discutir que se decidiría. Recuerdo que mi padre fue el único que aceptó la inminente partida de Dionisia, o quizá solo estaba resignado. Los demás, sobre todo los más jóvenes, se negaron en rotundo. Veían bondad en cada segundo que pudieran darle de vida a mi abuela, aun si cada uno de esos segundos los pasaba en esa caja helada y solitaria.
No podían hacer más, solo esperar.
Los siguientes días fueron extrañamente agradables: comer pizza, charlas familiares, WIFI gratis donde mis tíos. Todo porque la existencia de la muerte se encontraba encerrada con mi abuela en ese microcosmos apartado del reino de la vida, o más bien, de la “No-Muerte”.
En los últimos días de esa semana se completó la cirugía y prácticamente nos despacharon a todos diciéndonos que solo tocaba esperar a ver mejoría. Y nos fuimos.
Al volver a casa al otro día fui de visita a donde un amigo a pasar el fin de semana. No pasaron ni 2 horas de que me dejaron cuando recibí una llamada de mi madre: “Recoge tus cosas que te vamos a buscar, Dionisia acaba de fallecer”.
Y volvimos ¿Por qué nos habíamos ido en primer lugar? La esperanza es ambrosía cuando estas bendecido, pero es el veneno en la daga cuando el mundo te apuñala. No sé si habré sido el único, pero sentía vergüenza, como quien le escupe al cielo y recibe en la cara el escupitajo ¿De verdad habíamos creído que se evito lo inevitable?
Apenas unos años antes había muerto mi abuelo, Roberto. La imagen del velorio de entonces se repetía otra vez, pero había cambiado el cadáver. El ambiente era asfixiante, aun el recordarlo hace que me falte el aliento.
La muerte no estaba en el ataúd, Dionisia parecía más viva muerta que viva. Se me rompe el corazón cada vez que pienso en como se fue sola, en esa sala tan oscura, cuando ella quería volver a casa, estar con su familia, irse rodeada de ella.
Pero lo que me hace casi soltar el llanto es recordar a mi a padre llorar, desconsolado. Él, a quien toda mi vida lo había visto impenetrable como Jericó, estaba desecho. Él y toda mi familia. Él y yo también.
Mi madre cuenta que el ataúd estaba húmedo de tantas lagrimas.
Mi abuela murió hace unos años, ahora mis padres son los abuelos, la vida continua, y cada vez que pienso en ello me parece abrumador.
Cada día veo a mi padre, ahora en sus sesentas, más disminuido y delicado. Cada día veo a mi madre, rozando los sesentas, más olvidadiza y sensible. Me pongo nervioso cuando hablan de la muerte, en verdad temo más por su muerte que por la mía. Una vez le dije a mi hermana que “todo problema tiene solución, y si la muerte no tiene solución, es porque no es un problema”, porque la cosa no es morir, sino lidiar con la muerte.
Al vivir negando la muerte se termina negando al moribundo, abandonándole, aislándole y exigiéndole que no insulte a la todopoderosa civilización moderna rindiéndose ante su propia mortalidad. Entonces la vida no es un viaje, sino una batalla contra la muerte que nunca se gana, solo se pospone.
Creo que, más que temerle a la partida, le temo a la despedida, a sentir en carne propia lo que sintió mi padre cuando hizo llover lagrimas sobre mi abuela. ¿Cuánto dolor puede soportar el ser humano a lo largo de su vida? ¿Cuántos pesares guardan los ancianos en sus arrugas?
Ojala pueda, de poquito a poquito, hacerme a la idea de que mis padres se irán tarde o temprano, y estar allí, y besarles, y decirles adiós como es debido, y no simplemente negarme a hacerlo por cobarde.
Video que inspiró este escrito:El Mayor Miedo de la Humanidad, de Esquizofrenia Natural.
Comentarios
Publicar un comentario