Ir al contenido principal

Aquel Muro...

Una Pared Blanca siendo pintada de Gris

 Le dieron una brocha, una cubeta de pintura naranja, una escalera y le ordenaron pintar el muro.

Aquel muro, de color celeste, no era muy alto, pero se extendía tanto que llegaba a perderse de vista en el horizonte, dando la impresión de dar la vuelta al mundo; y quizá lo hacía, quizá él estaba empezando en el centro del muro y debía pintar en dirección a dónde nace el sol para volver por dónde muere. Y así fue como comenzó a pintar.

Empezaba por la mañana, cuando el primer rayo de sol le acariciaba los párpados, y terminaba cuando la pintura se acababa, tras 30 metros de muro pintada y cerca del atardecer, a lo que procedía a dormir recostado de la parte de muro que aún no pintaba, y siempre al otro día encontraba otra cubeta de pintura nueva junto a un plato de comida para todo el día y reiniciaba el trabajo.

No poseía reloj, no poseía nada, por eso estaba pintando. Su ropa, al igual que la cubeta, la brocha y la escalera, se lo habían dado ellos, por eso pintaba sin quejarse, aún sin saber cuánto tiempo llevaba pintando. Contaba los días según los metros de muro pintado que llevaba, pero llegó un punto en que no podía ver por dónde inició, así que desistió de contar y siguió pintando.

Todos los días por las tardes el sol inclemente le freía la cabeza y los brazos mientras le cocinaba al horno el resto de su cuerpo dentro de la ropa. Varios otros días, la lluvia aparecía de golpe cuál niño revoltoso, ahogándolo en un diluvio y llevándose consigo lo pintado ese día en arroyos naranjas que se  perdían entre las rocas del suelo. Y cada día que pasaba notaba la pintura de peor calidad (o eso creía) porque no pintaba como debía, teniendo que repintar 2, 3, hasta 5 veces un mismo tramo de muro. El olor de la pintura le asqueaba y por las noches le impedía dormir. Poco a poco empezó a cogerle asco al color naranja: la comida empezó a saberle a color naranja, el viento olía al color naranja, lo único que oía además de a si mismo era el ruido ensordecedor del color naranja que le atormentaba por las noches con pesadillas en las que se ahogaba en un mar naranja, en medio de una noche naranjada con una tormenta de centellas naranjas.

Una mañana despertó sin ánimo de pintar, miraba la cubeta nueva con desprecio y perdió su mirada al oriente. Tuvo un impulso infantil de curiosidad, quería saber si en verdad el muro le daba la vuelta al mundo, así que se levantó y dio rumbo a dónde nacía el sol.

Estuvo varios días caminando siguiendo la ruta del muro, sobreviviendo de los pocos restos que había guardado de la comida que le habían dado. Mientras más se acercaba al nacimiento del sol menos cerca lo sentía, llegó a un punto en que sus piernas simplemente se movían solas mientras mantenía el equilibrio sosteniéndose del muro.

En cierto momento se tropezó con algo y cayó al suelo. Cuando pudo recobrarse se topó con el esqueleto de una persona, vestida exactamente como él, sosteniendo en sus manos, como si su vida dependiera de ello, una brocha con pintura celeste. El resto de la pared en ese punto en adelante era violeta y seguía extendiéndose hasta el infinito. Él entonces, con la poca cordura que le quedaba, ató los cabos y se levantó lo más pronto que pudo, dirigiéndose hacia donde había dejado todo. Días y noches pasaron, sobreviviendo de insectos y lagartijas que cazaba, siguió hasta donde había dejado su obra, temiendo lo peor.

Cuando llegó, sus mayores miedos se hicieron realidad: otro hombre, vestido como él y más joven que él, ya había pintado toda su pared de verde. Aquel Hombre le vio, extrañado, y preguntó si venía a traerle más pintura. Él, ya muy cansado y anciano, no hizo más que virar su vista al sur y caminar, caminar, caminar, hasta perderse en el horizonte.

¿Qué fue de él? ¿Hacia donde fue? Nadie sabe. Lo único seguro es que no hubo muro que le detuviese en su andar.

Comentarios

Entradas más populares de este blog

Tecnofobia

Aquella mujer se recostó exhausta sobre el helado banco metálico y quedó mirando el techo por unos segundos, como quien mira al abismo con ganas de saltar. Sacudió su cabeza y tomó el termo de café de su cartera; aún estaba caliente, Gracias a Dios. Dio un trago y tras un hondo suspiro cerró los ojos por primera vez en todo un mes. Su cabeza le dolía, llena de mil y un términos médicos, legales e informáticos que no entendía. Lo único que ella tenía seguro era que su hijo se encontraba en coma. Todo pasó de forma tan repentina y extraña, que aún después de recibir cientos de explicaciones de docenas de personas de distintas especialidades aún no entendía lo que sucedió. Repasó todo en su mente: Su hermano menor, un friki fan de los jueguesitos y las cosas japonesas, había venido de visita. Pese a su rareza, es un joven muy trabajador y cariñoso, y un tío excelente. Entre sus nuevas adquisiciones extrañas estaban unas "gafas de real

Un Antídoto a la Venganza: Ensayo Breve

La Torre